Por Alejandro Sciscioli
A primera vista se puede decir que, quienes escribimos sobre vinos y comidas, tenemos grandes ventajas. Imaginate, solemos recibir convites para sentarnos a las más diversas mesas, nos invitan a catas, degustaciones, presentaciones, y hasta de tanto en tanto salen viajes para conocer destinos, bodegas y restaurantes. Todo a condición, claro, de que uno se entregue, luego del placer de los sentidos, al placer del intelecto. En pocas palabras, la condición es que escribamos sobre la experiencia, lo que no está mal si trazamos la siguiente ecuación: placer + placer = placer al cuadrado.
El tema es que también este tipo de situaciones tiene sus contras. ¿Ejemplos? En cualquier reunión a la que asistas serás mirado de reojo todo el tiempo (para ver si te satisface lo que se ha servido en platos y copas); van a ametrallarte con preguntas que solo un enólogo, un sommelier o un agrónomo podrían despejar (“Alejandro, ¿en qué semana de febrero terminan de madurar las uvas Bonarda en Mendoza?”); invariablemente siempre, el dueño de casa va a tenerte miedo y preguntará si el vino que escogió está bien (a lo cual, como disco rayado, se responde que el vino que elige el anfitrión es el adecuado); incluso hasta serás visto como una especie de snob decadente que, como no tiene nada mejor que hacer, se mete a escribir sobre el tema de puro tekorei.
PublicidadTampoco nos va mucho mejor cuando entramos a hilar fino entre los colegas. Los comunicadores “serios” (que cubren las secciones Política y/o Economía de los diarios), nos ven como avivados que tomamos el camino corto en la senda profesional. Por otro lado, los que están aburguesados nos miran con envidia, ya que ellos también quisieran estar en nuestros zapatos, pues suponen que comemos y tomamos mucho, pero trabajamos poco. Finalmente, están los jefes, quienes también tiene una visión muy particular sobre nuestro trabajo.
Como se ve, hay todo tipo de reacciones y posiciones tomadas respecto de los periodistas gastronómicos.
PublicidadPor mi parte, creo que venimos a ser algo así como los incomprendidos del periodismo y sufrimos casi los mismos prejuicios con los que atormentan a los críticos de cine: van a cine gratis, ven todos los estrenos, les regalan merchandising de las películas, tienen la posibilidad de entrevistar a grandes estrellas, de tanto en tanto viajan a grandes festivales, y hasta cuentan con el poder de restar público a un filme si una película les parece mala.
Ahora bien, volviendo al tema central, debo decir que nosotros, al igual que ocurre con el resto de los mortales, muchas veces no tenemos ganas de salir una noche, pero igual debemos que estar en “esa” cata importante. A veces nos encontramos con que no queremos comer, pero igual estamos obligados a deglutir esa ensalada que tenemos delante porque es imprescindible entregar un informe especial sobre la ruta de la Ensalada Waldorf en Asunción. Y, muy comúnmente en mi caso, no quiero desgrabar las entrevistas realizadas y doy vueltas y vueltas tratando de postergar el dramático instante de prender el grabador y transformar en palabras escritas las citas textuales de los entrevistados. Y lo que es peor, hasta llega el momento en que temés ser visto entrando en una casa de comida rápida (por motivos más que obvios).
PublicidadOtro tema que aporta tensión es que el imaginario colectivo nos percibe como personas que deberíamos ser “cool”. Algo que, como te imaginarás, está muy alejado de la realidad.
Al final, la parte más linda de todo esto de sentarse a escribir luego de pegarnos un atracón de padre y señor nuestro y de quedar al borde del coma alcohólico tras catar 20 etiquetas en una noche, viene cuando hay que contar de qué se trata la historia que vivimos, qué sentimos, que olfateamos, qué gustos sentimos... Es que somos comunicadores, como cualquier otro, iguales a quienes se esmeran en relatar lindas crónicas sociales, tratan de analizar las tácticas del mejor partido del domingo o denuncian el último escándalo de corrupción.