Por Alejandro Sciscioli (*)

Recuerdo muy bien el artículo con el que fue inaugurada esta columna, una oda al alegre reencuentro que tuve con una etiqueta muy querida, a la que considero una entrañable amiga. Esta semana también hablaré de un viejo amigo enológico, solo que esta vez deberé entrar al túnel del tiempo para recordar al producto que, indudablemente, fue el “culpable” de la “vinofilia” que me afecta desde aquellos lejanos años de juventud.
Corría el año de 1993. Me encontraba con un grupo de compañeros de trabajo, todos sentados a la mesa del mejor restaurante de una pequeña ciudad del centro de la provincia argentina de Buenos Aires. Estábamos participando de un viaje laboral y, como en todo pueblo del interior era y sigue siendo obligatorio dormir la siesta, recién a las 17.00 podríamos retornar a nuestras actividades. Para colmo, el día estaba muy frío y gris. Entonces, nada nos impedía disfrutar de un vino junto con el almuerzo para luego retornar al hotel para cumplir con el sagrado ritual pueblerino. Y a partir de la hora señalada culminar con la labor del día.
Todos ordenamos el bife de chorizo de rigor. Pero el compañero de más edad pidió al mozo algo que cambió el concepto que hasta ese momento tenía sobre el vino: en Argentina se hacían vinos interesantes, más allá de los clásicos vinos de mesa, esos que se mezclaban con soda y hasta recibían cubitos de hielo.
En ese momento, lo único que dije fue “me gusta”. Pero en realidad debería haber dicho “¡me encanta!”, porque la sensación percibida en el paladar no dejaba lugar a dudas: ¡quería seguir tomando y tomando! Así conocí al Don Valentín Lacrado, un vino que tiene historia propia y que aún hoy, con la enorme variedad de productos que han surgido en los últimos años, mantiene una envidiable vigencia.

DE UN TIEMPO A ESTA PARTE. Es cierto que hoy la oferta de vinos se ha multiplicado enormemente, y la posibilidad de probar cosas nuevas es una tentación permanente. Pero como siempre es bueno volver a las fuentes, no dudé ni un segundo cuando, en la casa de un amigo, surgió la posibilidad de “descorchar un vinito”, que resultó ser un Don Valentín 2010.
Reconozco que hacía años que no degustaba uno. Y me arrepentí, porque la sorpresa fue agradable. Me encontré con con vino de color rojo suave, bien frutado y con una suave y para nada molesta acidez.
Luego, investigando, me enteré de que este vino es un blend compuesto de Malbec, Merlot, Syrah y Cabernet Sauvignon. Y como no tiene contacto con madera, el vino es franco: da al consumidor lo que cada varietal puede aportar.

SIN EDAD. Recuerdo que, no hace mucho, una mujer de edad avanzada me dijo que el vino que siempre toma es el Don Valentín y fue más lejos aún: “siempre fue mi favorito”, aseguró. De hecho, en ese rango de edad, esta etiqueta es la preferida, porque antes del boom actual del vino esa era “la” etiqueta. Sin embargo, creo que por su franqueza y suavidad este es un vino que puede ser disfrutado también por los más jóvenes o por quienes están buscando entrar a este apasionante mundo de colores, amoras y sabores.

Artículo publicado en la página 36 del diario Última Hora de Asunción el día 21/05/11.