Por Alejandro Sciscioli

El 5 de julio del 2011 será una fecha que recordaré por siempre. Se trata del día en que mi querido Norberto Sciscioli, más conocido como el Tano, bailó su último tango, convocó a un brindis final, y partió raudo al cielo para armar milongas y entretener a los ángeles.
Periodista, conductor, actor, crítico de cine y erudito del tango (todavía no sé cuál es el orden indicado), este carismático personaje, que en los últimos diez años supo mantener al aire y vigente el ciclo “Tangos y algo más” por Radio Uno, me heredó lo mejor que un padre puede dar a un hijo, una profesión y un ejemplo de vida.
Ahora bien, ¿por qué un traigo a colación un tema tan personal? Porque, creo, es la mejor manera que tengo para homenajear a la persona que, además de inculcarme la pasión por el periodismo encendió en mi la mecha de la “vinofilia” que me aqueja desde aquellos remotos principios de los años 90 del siglo pasado, cuando con paciencia y sabiduría iba explicándome los rudimentos para reconocer un buen vino, los pasos para catar e, incluso, etiquetas apropiadas para regalar.
Es que este singular hijo de inmigrantes italianos, criado en el pintoresco barrio porteño de La Boca, siempre supo arreglárselas para salir adelante y pelearle a la vida. Así, “ashá” hizo radio y TV, trabajó en diarios y revistas, y juntó un enorme bagaje de vida que desparramó cuando llegó a Paraguay. Y entre ese equipaje estaba el profundo conocimiento del fruto de la vid.

ENIGMA. Por ello, terminados todos los trámites de rigor, realizadas las misas y tras descansar mi pena unos días, decidí que era un buen momento para homenajearlo del mejor modo. Así fue que compré una botella de un gran vino argentino, por supuesto, que figuraba entre sus favoritos, y lo descorché en su honor con toda la emoción a flor de piel.
Decanté y enfrié el vino por media hora hasta llegar a la óptima temperatura de 16 grados, constatados con termómetro. Y me serví una copa, escuchando el tango que más me gusta, “Sur”, ese legendario poema urbano de Homero Manzi y Aníbal Troilo.
Si bien no viene al caso mencionar ahora la marca, sí puedo decir que me encontré con vino familiar. Un sofisticado blend que lleva Malbec, Petit Verdot y Tannat. No dice en la botella los porcentajes de mezcla, pero está clarísimo que el vino insignia argentino es el que lleva la batuta en esa orquesta.
Su color es de un rojo profundo y brillante. En nariz se sienten muy presentes los frutos rojos, más agradables notas a vainilla, mientras que en la boca se presenta maravillosamente ambiguo: potente pero elegante, de gran cuerpo pero armónico. Es además sedoso, pasa muy bien por la garganta con un largo y persistente final. ¿Ya adivinaste sobre cuál etiqueta estoy hablando? Fuerza, que no es tan difícil.

A TU SALUD. Cuando terminé la copa, con una gran sonrisa dibujada en el rostro, decidí que este fin de semana buscaría otro noble ejemplar de esta gran raza de vinos y que lo compartiría con la familia, sentados a una mesa, comiendo algo que case muy bien (seguramente una pasta con salsa muy especiada, como a él siempre le gustó).
Entonces, querido Tano, viejito mío, vaya este homenaje en tu honor, como a vos te hubiese gustado, con un tango sonando y un tinto fluyendo.
Alzo nuevamente la copa y te digo ¡salud!