Por Alejandro Sciscioli

Esta temporada veraniega 2014 - 2015 está resultando especialmente tórrida. Los calores aprietan de manera inmisericorde y los pobres mortales que debemos soportar en tierra guaraní estos meses tenemos que rebuscarnos, como podemos y con lo que podemos, para refrescarnos. Sin dudas, este el momento ideal para degustar vinos blancos, rosados y espumantes.

Precisamente anoche (este artículo se publicó en el portal durante la tarde del 22/01/15) llegué a casa con esa inequívoca sed de “algo fresco”, luego de una “merencena” de negocios. Por supuesto que me hidraté con agua, pero luego, ante la sensación de saciedad por la cantidad de comida ingerida, tenía ganas de “algo más”, entendiéndose a ese “algo más” como una bebida más espirituosa que me permita superar con éxito al último tramo del día.

Sin pensarlo dos veces me dirigí a la heladerita de vinos buscando algo que me interese. Por suerte la respuesta llegó rápido: una botella de Gauchezco Clásico Torrontés estaba “guiñándome el ojo”, buscando seducirme, cosa que logró al instante.

Este es un vino que me gusta mucho disfrutar, por varios motivos. Primero, porque su relación entre precio y calidad es excelente. Segundo, porque es garantía de placer en forma de vino. Y además, porque esta bodega argentina, aún cuando comprendió que su lugar en el mundo es la provincia de Mendoza (debido a su romance con el Malbec), comprendió que el mejor terruño para cultivar al Torrontés es el Valle de Cafayate, en Salta. Exacto, el terroir donde mejor se expresa esta suerte de cepa insignia blanca de Argentina.

¿Con qué me encontré? Con un querido amigo vitivinícola al que, en el reencuentro, le rendí los honores de la cata del mejor modo posible. A la vista se percibe con un color amarillo paja leve, muy brillante, con ribete verdoso y lágrimas finas de caída rápida. En nariz es una fiesta: intenso (pero no invasivo), con presencia de notas cítricas, lichi, miel y un delicado punto floral. En boca regala una muy fresca acidez y un final delicioso; sus notas retronasales recuerdan a la piña en compota y, nuevamente, aparecen los toques florales.

Recuerdo que, durante una cata en el restaurante Le Sommelier, maridaron a este vino con unas estupendas empanadas de camarones y queso. Y al recordarlo me dieron ganas de repetir el menú, antojo al que no hice caso para evitar sumar kilos a los kilos.

Y así transcurrió el final de la calurosa jornada: con un vino fresco, una película para alegrar el espíritu y la compañía de mi querida esposa, quien ama al vino tanto o más que este servidor y que, por supuesto, me acompañó con una copa.