Por Daniel Fassardi

No hay caso, el vino siempre termina hermanando a la gente, de un modo u otro. A esa regla la aprendí hace mucho tiempo, cuando arrancaba la vinofilia que me encanta padecer, aunque cada vez más seguido tengo la oportunidad de ratificarla. La más reciente fue no hace mucho cuando, un viernes cualquiera, estaba en la casa de un amigo conversando de temas varios, todos importantes, como corresponde.
Al rato suena el timbre. No sabíamos quién podría ser. Mi amigo atiende y, tras él, aparece alguien a quien él conocía desde hace años y que volvió al país luego de mucho tiempo de ausencia, pero que para mí era un perfecto desconocido.
Me encontré ante una persona alta, adusta, de mediana edad, muy seria. Pero tenía algo en sus manos que me hizo sonreír en seguida. Vino con vino: dos botellas de una buena etiqueta. Pero no cualquier vino, sino un DV Catena Cabernet-Cabernet.
Rápidamente mi amigo entró a la cocina y sacó las vituallas comestibles que había adquirido para la ocasión: quesos de diversas clases, dos tipos diferentes de salamines y hasta jamón crudo español, más aceitunas y panes con ajo y aceite de oliva. Sí, una muy buena velada se abría ante nosotros.
Yo fui por las copas y, los tres, nos dedicamos a conversar de la vida mientras esperábamos que el vino se abriera en el decantador.

COMO HERMANOS. Al principio, quien había traído las botellas se comportaba de un modo muy austero en sus palabras. Parecía que era necesario utilizar un “tirabuzón de palabras” como para que dijera algo. Incluso, en chiste, pensé que tal vez sería necesario torturarlo para que dijera algo.
Sin embargo, en la medida que íbamos degustando comida y vino, mientras nos conocíamos más y más, supe que había ganado un nuevo amigo. En pocas palabras, nos hermanamos en torno a la mesa, conversando como si nos hubiésemos frecuentado toda la vida.
Y también me sorprendió con su conocimiento sobre la elaboración de este vino en particular: nos comentó que es elaborado íntegramente con uvas Cabernet Sauvignon provenientes de dos fincas distintas, ubicadas en Mendoza, una a mayor y otra a menor altitud. “Por eso la denominación Cabernet-Cabernet”, explicó. Luego, buscando en la web de la bodega, supe que se refería a los viñedos La Pirámide y Domingo.
Con respecto a sus características, todos convinimos en que nos había gustado desde el primer sorbo. Personalmente, me resultó muy atractivo su color rojo rubí intenso y profundo; me cautivó la nariz, compleja, con notas a fruta madura, especias y un toque mineral. En boca, me mató (en el buen sentido): buen cuerpo, elegante, equilibrado, redondo y largo final.
Las dos botellas pasaron volando, al igual que el tiempo. Cuando quise acordarme, ya era hora de volver a casa. Y mientras retornaba a mi humilde morada, pensaba, depositado en el asiento trasero de un destartalado taxi (jamás conduzco si he bebido) que muy probablemente hubiésemos congeniado igual entre todos, aún sin la compañía cómplice del vino. Sin embargo, fue un gustazo poder brindar en honor a la vida y a las amistades nuevas. ¡Salud!