Estaba Tito Caro sentado a la mesa. Le acompañaban la papa, el arroz, el surubí, el salmón, el pollo, el pavo, el cerdo, la ternera. Eran todos amigos y conversaban sin atenerse a nada en especial. Hablaban hacía un rato:

El pavo: –A mí me tratan muy bien en la época de las fiestas pero después, dicen que soy desabrido, opaco y medieval.
Salmón: –Lo de medieval es excesivo, entiendo yo.
Pavo: –Medieval en el sentido de ser carne entre épocas.
La ternera: –O entre zafras.
Pavo: –O entre zafras, puede ser.
El pollo (muy doctor): –Es que en la vida no hay que agrandarse tanto. Y hay que ser más constante. Yo por ejemplo, y el señor aquí presente (mira a Tito Caro) es testigo de lo que digo, me siento bien durante todo el año,  pocos se quejan de mí.
La papa (mirando a Tito Caro): –Que para quejarse el señor es mandado hacer. Convengamos: ya se ha quejado de todos nosotros y en algún momento nos hizo pasar el mal rato cocinero.
Surubí (íntimamente complacido): –A mí me suele poner buena voluntad.
Salmón (asintiendo con la cabeza): –No tengo grandes quejas. Aunque un día puso cara fea al verme; después explicó que se metía con la cocina y no tanto conmigo.
El cerdo (suspirando): –Tampoco cargo yo enojos intestinos por críticas. Suele aplaudirme. Pero, ¿de qué se ríe usted, señor Tito Caro, si se puede saber? ¿Estoy muy gordo?
Tito Caro (tapándose la boca con una enorme servilleta): –Obeso y con abundancia de grasa, cerdo amigo. Pero no me reía de tu imagen. Me río por el placer que es reír entre amigos. Sin motivos.
El arroz (con el ceño fruncido): –Al señor no le conozco mucho, por lo menos no me llama con frecuencia a su mesa.
Tito Caro (con cara de sorpresa): –¿Te cuento entre mis compañeros más fieles y me reprochas?
Arroz: –Pocas veces me refiere su predilección.
Tito Caro: –Puede ser, sin embargo te tengo presente, casi siempre.
Pavo (con la gracia de un pavo): –¿Se puede conocer sus humores, con más detalles?
Tito Caro: –¿Mis buenos humores? Son constantes y es muy difícil que cambie. Hay veces que la cosa se pone fea, convengamos: Pido la concurrencia de un gran actor y me llega a la mesa un bufón de cuarta, mal vestido y enseñado a las cachetadas.
Pavo (ídem y con alguna cola de paja): –Culpa de la cocina que nos mete la mula y nos empuja de cualquier manera para que salgamos al escenario a contentar al cliente.
Tito Caro: –Tiene su culpa la cocina, pero hay también la terquedad del animal que puede ser grotesca. Una vez, no digo el nombre del aludido porque el pariente está presente, veo llegar, en  fuente decorada, a un personaje con ropa de carnaval, en plena cuaresma. Usaba, además un peluquín ridículo heredado del abuelo. Con el atuendo quiso convencerme de que era turista monárquico. ¿Que quieren que haga? Tuve que criticarlo, es mi obligación, pedirle modos, por lo menos.
Pollo (pizpireta): –¿Cuál es el lugar donde mejor se come en Asunción?
Salmón (sabio): –Depende del plato.
Pollo (molesto): –La pregunta la tiré al señor Tito, no a usted, pescado.
Tito Caro: –Asunción tiene buenos restaurantes, algunos muy buenos. Si me permiten, quiero aclarar una cosa: Cuando visito un lugar y me siento a comer, no me porto como un “gourmet” exigente. Voy vestido con la ropa de un consumidor que sale a comer y que quiere comer bien. Como y clasifico al restaurante, según me parece que merece.
La papa: –¿Y la compañía? ¿L. M.,  M. M.,  R. T. y otras iniciales que no recuerdo?
Tito Caro: –¿Qué quiere saber?
La ternera: –¿Quiénes son?
Tito Caro: –Personas amigas.
Cerdo (con la expresión maliciosa de un cronista de sociales): –¿Nada más?
Tito Caro: –Tan gordo y tan comadre (viendo que el cerdo se queda sin gracia), y no se me ponga coloradito que estamos todos  a gusto.
Pollo (metiendo la púa): –Tiene poco mundo este gordo. (Cambiando de asunto) Dígame una cosa, hace unos domingos habló muy bien de un pariente mío, que llegó vestido al limón.
Tito Caro: –Lo recuerdo. Parecía un faisán condecorado.
Pavo (sacando el pecho aristocrático): –Oiga, la parentela del pollo puede vestirse a medida  pero no tienen el abolengo de las aves superiores.
Pollo (al pavo): –No ofenda, no ofenda que no le queda bien; además tener abolengo y no poder lucir el sabor a cualquier hora del año debe ser una frustración.
Pavo (casi con desprecio): –A los de mi estirpe nos gusta la pompa de ciertas fechas.
Pollo (con la sutileza de un alacrán muy venenoso): –Las fechas de la víspera, por supuesto.
Pavo (“touché”, pero con majestad): –El escarnio del alado menor no me llega.
Ternera (con apreciación popular): –Tanta animosidad y ambos son pájaros desperdiciados, no son de la tierra. Para ser de la tierra me contento con mi rumiar.
Tito Caro (sin referirse al intercambio anterior): –No hace mucho, estuve con una prima suya, un ser encantador.
Ternera: – Leí lo que escribió.
Tito Caro (relamiendo el recuerdo): –Buena infancia, buen pasto, excelente carne. En esto mejoramos.
Ternera (haciendo historia): –No hace mucho, los parientes para hacerse notar, venían del extranjero.
Tito Caro: –Recuerdo. Había un poco de necesidad y un poco de esnobismo.
Ternera: –Hoy, ya no llegan de afuera. Además, hay mucho enloquecimiento en los campos del exterior.
Cerdo: –¡Qué locura! Dicen que nuestra parentela también está atacada.
Salmón: –En el mar no hay este tipo de cosas. Y tenemos una tradición de combatir el colesterol.
Ternera: –No se me haga usted el chuchi. Al señor Tito Caro lo veo bastante rellenito como para que le importen los regímenes.
Tito Caro: –¿Rellenito, yo? (se mira el cuerpo). Es musculatura en reposo, les aseguro.
Surubí: –Pero le gusta el pescado, ¿o no?
Tito Caro: –Mucho.  Pero me gusta la carne roja de igual forma. Y me gustan las aves.
Cerdo: –Bastante comilón me perece usted.
Tito Caro: –Fíjese que no. Para mí, la mesa es una alegría y en ella no debe haber excesos. Los excesos embotan y adormecen el imperio de los sentidos.
Cerdo: –¿Las pastas?
Tito Caro: –Les tengo un cariño especial.
Arroz: –Veo que se mete mucho con ellas, suelo leerlo.
Tito Caro: –Es bueno oír que me lee. Cuanto a dar excesiva atención a las pastas, será una ilusión y nada más.

En este instante del encuentro, llegó la fuente de plata  con la perdiz en el medio. Tito Caro se desentendió de los presentes.
Sin haber salido del lugar, era como si se hubiese apartado de todos. Estaba, de repente, en  campo abierto, en un día de sol. Caminaba de brazos con la perdiz y ella, con la alegría alada que sólo una perdiz de campo sabe mostrar,  le contaba al vuelo, sus historias particulares.